Imagina que uno de esos cócteles freudianos que a veces soñamos se materializa en una sola persona.. Esa es Sandra. Todos mis miedos, todas mis fantasías. Y hoy en especial, no puedo dejar de mirarla, mientras se arregla las uñas, sentada sobre el escritorio de enfrente.
Sin dudarlo, puedo asegurar que es una fijación por mi madre la que me atrae a ese estereotipo de rubia, cuya proporción física era bastante más generosa que sus dotes mentales. Así era mamá: preciosa, ¡pero estúpida!. Y si en algún momento hubiera dejado de abrir las piernas al primer extraño que le hiciera un halago, probablemente no habría muerto de sida, y no existiría yo.
Pero la entiendo, pobrecita, su padre se marchó cuando era una niña. Tal como sucedió conmigo, y con mi bisabuela. La maldición de la familia. ¿Qué más puede suceder cuando jodes como si no hubiera mañana, sin importarte el matrimonio?
No me avergüenza decirlo: desde que me dejó mi esposo, he encontrado a Sandra más y más atractiva. Mi hija ya es lo bastante grande como para que no le importe un carajo qué hago yo con mi vida. Ella ha decidido casarse con el primero que... bueno, ya sabes esa historia. Y Sandra, ¡santo Dios! ¿por qué no? estoy seguro de que ella no me abandonaría como lo hicieron todos los hombres de mi vida.
Hace días que me pregunto hacia donde mirará Sandra, cuando no está mirándose en el espejo o arreglándose las uñas. Quizá no hay nada más en su cabeza que un órgano inútil. No soy quien para ir por la vida señalando quién piensa y quien no. No lo necesito, me basta con la manera en la que me sonríe la rubia de enfrente y, si todo sale bien, obtendré mucho más que sólo sonrisas.
Cont.
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