Existen diversas maneras de definir a la música. Los más arraigados en la posición clásica occidental suelen hablar de tres elementos básicos en la música: ritmo, armonía y melodía, sin los cuáles, se dice, no puede llamarse música a lo que sea que estemos escuchando. Dicha definición es muy cierta, si observamos lo que nos hemos dedicado a componer los occidentales. Se ha privilegiado a diferentes aspectos de dicha triada, pasando a veces por la melodía, como en el romántico, por la armonía, como en el barroco, o por el ritmo, como en nuestros días.
Sin embargo, la música no sólo incluye a los aspectos que la conforman, los trasciende cuando se ve influida por el ideal humano presente detrás de ella. Siendo así, no es de extrañarse que la música parezca ajustarse misteriosamente a las características sociales de distintas épocas humanas.
Todas las artes antiguas tienen en común la habilidad de plasmar y dirigir hacia un solo sentido del cuerpo lo que normalmente sería percibido por varios. Es usando ciertas técnicas narrativas (y las llamo narrativas porque todas tratan de contar una historia, de distintas formas) que una novela logra hacernos saborear un buen plato de comida, por ejemplo. Claro que cada arte tienes sus ventajas y desventajas: como la literatura posee la libertad de describir con palabras lo que se le antoje, pero depende de la imaginación del lector, la pintura puede mostrar directamente las cosas, pero es limitada de espacio y debe usar símbolos que expresen muchísimas cosas al mirarlas.
Lo interesante es, la manera en la que la música ha logrado transportar estas cualidades al sonido. Y lo es porque la música es el arte más sensualista de todas. Desagrado, alegría, enfado, tristeza, emoción, victoria, cada una de nuestras emociones se mueve de arriba a abajo como marionetas bajo el mando del compositor y es posible, con el oído, trazar imágenes completas y complejas de manera todavía más libre que en la literatura.
La música es curiosa entre todas las artes. Puesto que recurre a las experiencias emocionales de cada uno de los presentes que escuchan logra establecer una conexión en la que al mismo tiempo, aunque todos encuentran ideas distintas en su sonido, todos logran sentir lo que expresa.
Isaac L. Félix
jueves, 3 de noviembre de 2011
I
Imagina que uno de esos cócteles freudianos que a veces soñamos se materializa en una sola persona.. Esa es Sandra. Todos mis miedos, todas mis fantasías. Y hoy en especial, no puedo dejar de mirarla, mientras se arregla las uñas, sentada sobre el escritorio de enfrente.
Sin dudarlo, puedo asegurar que es una fijación por mi madre la que me atrae a ese estereotipo de rubia, cuya proporción física era bastante más generosa que sus dotes mentales. Así era mamá: preciosa, ¡pero estúpida!. Y si en algún momento hubiera dejado de abrir las piernas al primer extraño que le hiciera un halago, probablemente no habría muerto de sida, y no existiría yo.
Pero la entiendo, pobrecita, su padre se marchó cuando era una niña. Tal como sucedió conmigo, y con mi bisabuela. La maldición de la familia. ¿Qué más puede suceder cuando jodes como si no hubiera mañana, sin importarte el matrimonio?
No me avergüenza decirlo: desde que me dejó mi esposo, he encontrado a Sandra más y más atractiva. Mi hija ya es lo bastante grande como para que no le importe un carajo qué hago yo con mi vida. Ella ha decidido casarse con el primero que... bueno, ya sabes esa historia. Y Sandra, ¡santo Dios! ¿por qué no? estoy seguro de que ella no me abandonaría como lo hicieron todos los hombres de mi vida.
Hace días que me pregunto hacia donde mirará Sandra, cuando no está mirándose en el espejo o arreglándose las uñas. Quizá no hay nada más en su cabeza que un órgano inútil. No soy quien para ir por la vida señalando quién piensa y quien no. No lo necesito, me basta con la manera en la que me sonríe la rubia de enfrente y, si todo sale bien, obtendré mucho más que sólo sonrisas.
Cont.
Sin dudarlo, puedo asegurar que es una fijación por mi madre la que me atrae a ese estereotipo de rubia, cuya proporción física era bastante más generosa que sus dotes mentales. Así era mamá: preciosa, ¡pero estúpida!. Y si en algún momento hubiera dejado de abrir las piernas al primer extraño que le hiciera un halago, probablemente no habría muerto de sida, y no existiría yo.
Pero la entiendo, pobrecita, su padre se marchó cuando era una niña. Tal como sucedió conmigo, y con mi bisabuela. La maldición de la familia. ¿Qué más puede suceder cuando jodes como si no hubiera mañana, sin importarte el matrimonio?
No me avergüenza decirlo: desde que me dejó mi esposo, he encontrado a Sandra más y más atractiva. Mi hija ya es lo bastante grande como para que no le importe un carajo qué hago yo con mi vida. Ella ha decidido casarse con el primero que... bueno, ya sabes esa historia. Y Sandra, ¡santo Dios! ¿por qué no? estoy seguro de que ella no me abandonaría como lo hicieron todos los hombres de mi vida.
Hace días que me pregunto hacia donde mirará Sandra, cuando no está mirándose en el espejo o arreglándose las uñas. Quizá no hay nada más en su cabeza que un órgano inútil. No soy quien para ir por la vida señalando quién piensa y quien no. No lo necesito, me basta con la manera en la que me sonríe la rubia de enfrente y, si todo sale bien, obtendré mucho más que sólo sonrisas.
Cont.
sábado, 2 de julio de 2011
Empezamos de nuevo
Al final me decidí por la literatura y la música, lo que no es tan misterioso como puede parecer. Y con una nueva historia que precisamente puede explicar por qué mi afinidad con estas dos artes quiero retomar éste blog.
Así que les contaré un poco de la historia detrás de ésta decisión.
Dicen mis padres que desde el vientre fui un bebé poco común. Durante el embarazo, papá y mamá me hablaban (como habían hecho con mi hermano y como posteriormente harían con mi hermanita) y me contaban historias. Cuando no hacían eso, de alguna forma lograban que escuchara música de Franz Liszt o de Vivaldi, quizá de más compositores, pero lo hicieron durante todo el proceso de desarrollo.
Sin embargo, en algún punto mi madre sufrió alguna especie de diabetes efímera, que propició que creciera demasiado dentro de ella y obligó a los doctores a cortar la gestación a los ocho meses, más o menos. Aun así, fui un bebé grande y pesado, que por azares del destino llegó al mundo en un día en el que no había agua.
Me tuvieron que bañar con aceite. Nací con el cabello sobre la frente, la nariz hacia arriba y los ojos hinchados, y no se en que punto dice mamá que los abrí, pero cuenta que quedó pasmada. Cuenta también que mi abuela se me acercó y exclamó -¡Es igualito a mi! -, y ella pensó "¡No por favor!".
Durante los primeros años de mi vida yo era un bebé poco común. En lugar de hacer lo que se esperaba de mí, dicen que me sentaba por horas a mecerme y balbucear, como si fuera retrasado mental o tuviera la mente en blanco. Mi voz era grave, para un bebé y a mis padres les preocupaba que me robara los biberones de mis dos hermanos cuando ellos se quedaban dormidos. Desde entonces tengo un gran apetito.
Probablemente rompa la cronología, pero tenía un pasatiempo: jalar las costosas lámparas de tacto de mi mamá del cable para hacerlas caer al piso y escuchar cómo se rompían. Mi hermano desarmaba videocaseteras y a mi hermana le gustaba rayar las paredes. A mí me gustaba romper las lámparas porque su sonido era algo especial. Seguramente hasta sacaba la lengua, como cuando metía los dedos en el enchufe y corría con mi papá diciéndole -¡Loque! ¡loque! ¡loque! -.
Hasta antes de que comenzara a hacer eso todos tenían la teoría de que era un niño autista. No lo dudaría, pues a veces pienso que pueden existir remanentes de algo parecido en mi personalidad. También todos tienen la teoría de que fue un evento el que cambió aquella condición.
Se supone que había un juguete sobre mi cuna que al jalar un cordón producía cierta melodía. Yo recuerdo el juguete, pues años después lo encontré y me pregunté por qué estaba roto y por qué no hacía ningún sonido. Era como una casita color verde y de techo café, algo muy sencillo.
Llegó el día en el que cuando mis padres salieron de la habitación y la melodía de aquel aparato se detuvo, quise escucharla de nuevo. Entonces me paré y me estiré para alcanzar la cuerda. Me estiré y me estiré, hasta que finalmente la tuve en mi mano y me colgué de ella. Por supuesto mi peso fue demasiado y el juguete se rompió, con lo que fui a parar al piso, dándome un buen golpe en la cabeza.
Yo no sé si ese golpe me cambió de por vida, como no sé si alguna vez fui autista y tampoco sé si he dejado de serlo. Pero si de algo puedo estar seguro es de que estuve dispuesto a arriesgarme mucho por una melodía, por la música. Y precisamente eso lo que hice con la decisión que acabo de tomar.
-Desde entonces ya eras muy sensible a la música - dijo mi mamá cuando me contó.
Mi pasión por la literatura surge mucho después, durante los años que viví en San Cristobal de las Casas, Chiapas. Ahí asistí a una escuela que se llama Sor Juana Inés de la Cruz, que después descubriría es de la UNESCO.
Podrá sonar tonto, pero mi lectura comenzó con los libros de Harry Potter. Se leer desde los tres años pero no fui alguien que leyera tan a menudo. Estaba en tercer grado de primaria y recuerdo rentarlos de la biblioteca uno tras otro, terminando de leerlos en cosa de dos semanas.
Mucho después este gusto por la lectura evolucionó y comencé a indagar en los textos filosóficos. Pero bueno, eso es otra historia.
miércoles, 9 de febrero de 2011
Viaje al centro (Parte III: La victoria)
Hasta ahora no he hecho más que escupir lo más verdadero de mis sentimientos, y para los que me hayan leído antes (que no son muchos), sabrán que el centro no es lo único que describo de esa forma. Aprovecharé ésta vez para practicar la parte más inversa a lo que he expuesto antes: la metáfora. Porque si hubo algo en ese viaje que valió la pena, fue cuando finalmente logré la foto que quería para el jodido concurso, ignorando que ya después del incidente con la amable "señorita", estaba que me moría por salir de aquel maldito agujero del demonio. No es que lo sea siempre (durante la noche, es un encanto), pero el mediodía es implacable por aquella zona.
Nos encontrabamos a las afueras de la catedral, que de pronto se veía inmensa frente a mí. Dentro se escuchaban las promesas de las recompensas más valiosas, claro está, también resonaban las condiciones. Una voz robótica, acabó por recitar lo que creo que eran los últimos ritos.
De pronto escuché un sonido. Una vibración dulce, lisa y monótona, que sin que yo supiera por qué, parecía anunciar que algo se avecinaba. Era parecido a una alarma que daba un tono lo suficientemente largo para distraerme, parecido al sonido que entiendo que producen los cuernos cuando son soplados. No era un cuerno, era un caracol. Volvió a producir ese sonido que, de pronto, me puso la piel de gallina. Terminada la sonora demostración, el caracol descendió para revelar el rostro de un indígena, o al menos, de los pocos descendientes que quedan. Era una cara curtida, llena de laceraciones que habían sanado con el tiempo.
Quizá el encontrame fuera de una iglesia me recordó a una película y creí que también en ese lugar comenzaría a cambiar todo. Era como si de pronto, la ironía del maya a las afueras de la iglesia y la escalofriante nota de su caracol compusieran un llamado a los compañeros, como si de pronto fueran a reunirse todos en ese punto, tal vez para reclamar lo que siempre fue suyo y derribar todos los símbolos que les fueron impuestos.
Sonó una vez más. Noté que llevaba un rato con la mirada perdida mientras la mente se me retorcía y comenzaba a ver llegar, uno por uno, a los que conocían el llamado. Me adormecí en medio del éxtasis de una imaginación tan poderosa y me dejé llevar, curioso de lo que podría llegar a percibir. Parecía que el tiempo se congelaba, en medio de la gente que se abría paso a trompicones por uno de los pasillos más concurridos del centro.
El ruido del alboroto cotidiano cesó poco a poco, mientras aquél hombre se humedecía los labios, listo para hacer sonar su caracol una vez más. Esta vez lo escuché fuerte y claro, limpio, libre de toda la porquería que contaminaba esa sencilla nota. Me di cuenta de que tanto escuchar no solo me deleitaba, sino que me ponía nervioso. Seguía a la expectativa, esperando, deseando que un nuevo soplido no se demorara demasiado.
-¡Je! ¡Celular maya! -dijo un idiota de acento local.
Aquello rompió el encanto, pero al menos sirvió para que tomara mi foto y para que me diera cuenta de los gringos que observaban al maya. Todo parecia tan estúpido ahora que me sorprendió cómo caí presa de semejante hipnosis. Debe ser que acabé actuando como un turista y sucumbí, aunque por suerte, no tuve que comprar nada.
Nos encontrabamos a las afueras de la catedral, que de pronto se veía inmensa frente a mí. Dentro se escuchaban las promesas de las recompensas más valiosas, claro está, también resonaban las condiciones. Una voz robótica, acabó por recitar lo que creo que eran los últimos ritos.
De pronto escuché un sonido. Una vibración dulce, lisa y monótona, que sin que yo supiera por qué, parecía anunciar que algo se avecinaba. Era parecido a una alarma que daba un tono lo suficientemente largo para distraerme, parecido al sonido que entiendo que producen los cuernos cuando son soplados. No era un cuerno, era un caracol. Volvió a producir ese sonido que, de pronto, me puso la piel de gallina. Terminada la sonora demostración, el caracol descendió para revelar el rostro de un indígena, o al menos, de los pocos descendientes que quedan. Era una cara curtida, llena de laceraciones que habían sanado con el tiempo.
Quizá el encontrame fuera de una iglesia me recordó a una película y creí que también en ese lugar comenzaría a cambiar todo. Era como si de pronto, la ironía del maya a las afueras de la iglesia y la escalofriante nota de su caracol compusieran un llamado a los compañeros, como si de pronto fueran a reunirse todos en ese punto, tal vez para reclamar lo que siempre fue suyo y derribar todos los símbolos que les fueron impuestos.
Sonó una vez más. Noté que llevaba un rato con la mirada perdida mientras la mente se me retorcía y comenzaba a ver llegar, uno por uno, a los que conocían el llamado. Me adormecí en medio del éxtasis de una imaginación tan poderosa y me dejé llevar, curioso de lo que podría llegar a percibir. Parecía que el tiempo se congelaba, en medio de la gente que se abría paso a trompicones por uno de los pasillos más concurridos del centro.
El ruido del alboroto cotidiano cesó poco a poco, mientras aquél hombre se humedecía los labios, listo para hacer sonar su caracol una vez más. Esta vez lo escuché fuerte y claro, limpio, libre de toda la porquería que contaminaba esa sencilla nota. Me di cuenta de que tanto escuchar no solo me deleitaba, sino que me ponía nervioso. Seguía a la expectativa, esperando, deseando que un nuevo soplido no se demorara demasiado.
-¡Je! ¡Celular maya! -dijo un idiota de acento local.
Aquello rompió el encanto, pero al menos sirvió para que tomara mi foto y para que me diera cuenta de los gringos que observaban al maya. Todo parecia tan estúpido ahora que me sorprendió cómo caí presa de semejante hipnosis. Debe ser que acabé actuando como un turista y sucumbí, aunque por suerte, no tuve que comprar nada.
martes, 8 de febrero de 2011
Viaje al centro (Parte II: Del mero centro)
Tal parece que la cuna de la artesanía yucateca esta por esos rumbos, siempre al acecho, en la espera de algún turista descuidado que no se resista a los cantos hipnóticos de las vendedoras, que recitan palabras como "está bonito, cómprelo, no tengo para el camión..." etcétera, una tras otra sin relación alguna entre ellas. Recuerdo haber escuchado un hechizo parecido en el estacionamiento de la Gran Plaza, por cierto. No me sorprende que los turistas de hecho sientan esa magia, que además observan cómo las señoras se aferran a sus artículos como si fueran amuletos.
Mi hermano y yo caminábamos en la búsqueda de buenas fotografías. Todo estaba abarrotado de gente y, cuando había una buena oportunidad, siempre se atravesaba algún pendejo por el lente de la cámara. Claro que mi desdén está injustificado, ya que es cierto que el centro no funciona únicamente para mí, sino todo lo contrario, toda la maldita ciudad tiene que congregarse en ese punto.
El tiempo empeoró, el sol subía a su punto más alto y el aire comenzaba a tomar esa temperatura tan característica de las panaderías (o tortillerías). El calor era tan intenso que se veían ondulaciones en el asfalto y en la parte superior de los vehículos, que avanzaban lento, o mejor dicho lentísimo, a la velocidad que permiten las calles diseñadas por españoles que nunca se imaginaron cuánto avanzaría la tecnología.
Después de revisar una exposición de artes modernas (unas cuantas esculturas hechas con latas con algunas obras rescatables), y de varios intentos fallidos de fotografiar a las docenas de mendigos y mendigas a las afueras de la catedral, llegamos a un espectáculo de la clásica jarana yucateca, situado justo enfrente del palacio de gobierno (o lo que sea).
Las parejas eran desiguales: los niños eran de más o menos la mitad del tamaño de las niñas, e incluso se veía como se lastimaban el brazo al tratar de hacerlas girar a su alrdedor. Pude ver a muchos pequeños incómodos, aunque había uno que otro que parecían disfrutar de lo que hacían. Todo era amenizado por una banda de ancianos que se sabían toda la música que interpretaron de memoria. El director también tocaba la trompeta, había un saxofonista, un percusionista y varios otros que no recuerdo. Un tecladista futurizaba al resto de la banda y ayudaba bastante bien a mejorar la calidad de su sonido. Mientras tanto, un señore con cara de lugareño recitaba toda la información, era un hombre de esos cuya voz parece no corresponder al cuerpo.
Tomamos un par de fotos y luego nos fuimos para otro lado. En el lado opuesto del parque, escuché que un hombresillo de bajísima estatura (sin llegar a ser un enano) y súmamente mal hecho del rostro gritaba a todo pulmón con un megáfono. Poniéndole más atención entendí que o bien predicaba que "Jesús te ama" o bien cantaba con notas horribles alguna canción que además no pude comprender. Justo en ese momento, noté que mi hermano se volteaba.
-Oiga, disculpe, no tendrá un poco para que me ayude (para mi camión (?), no recuerdo)... etc.- le dijo a mi hermano una mujer bastante jodida de más o menos cincuenta años.
-No tengo señora, disculpe -contestó mi hermano, más amable de lo que jamás lo había visto.
-¡Es señorita "hijoeputa"! -le gritó la doña y, acto seguido, sufrió de una diarrea verbal en la que intentaba justificar como había ciertas cosas que nos hacían diferentes a hombres y mujeres.
-¡Me vale madres, es la misma mierda y ya váyase a chingar a su madre! - interrumpió José (sí, así se llama).
Por suerte la señora se alejó sin más, no sin hacer un ademán como de "te voy a dar un golpe", tomándo su propio brazo con el otro como para detenerse a sí misma.
Mi hermano y yo caminábamos en la búsqueda de buenas fotografías. Todo estaba abarrotado de gente y, cuando había una buena oportunidad, siempre se atravesaba algún pendejo por el lente de la cámara. Claro que mi desdén está injustificado, ya que es cierto que el centro no funciona únicamente para mí, sino todo lo contrario, toda la maldita ciudad tiene que congregarse en ese punto.
El tiempo empeoró, el sol subía a su punto más alto y el aire comenzaba a tomar esa temperatura tan característica de las panaderías (o tortillerías). El calor era tan intenso que se veían ondulaciones en el asfalto y en la parte superior de los vehículos, que avanzaban lento, o mejor dicho lentísimo, a la velocidad que permiten las calles diseñadas por españoles que nunca se imaginaron cuánto avanzaría la tecnología.
Después de revisar una exposición de artes modernas (unas cuantas esculturas hechas con latas con algunas obras rescatables), y de varios intentos fallidos de fotografiar a las docenas de mendigos y mendigas a las afueras de la catedral, llegamos a un espectáculo de la clásica jarana yucateca, situado justo enfrente del palacio de gobierno (o lo que sea).
Las parejas eran desiguales: los niños eran de más o menos la mitad del tamaño de las niñas, e incluso se veía como se lastimaban el brazo al tratar de hacerlas girar a su alrdedor. Pude ver a muchos pequeños incómodos, aunque había uno que otro que parecían disfrutar de lo que hacían. Todo era amenizado por una banda de ancianos que se sabían toda la música que interpretaron de memoria. El director también tocaba la trompeta, había un saxofonista, un percusionista y varios otros que no recuerdo. Un tecladista futurizaba al resto de la banda y ayudaba bastante bien a mejorar la calidad de su sonido. Mientras tanto, un señore con cara de lugareño recitaba toda la información, era un hombre de esos cuya voz parece no corresponder al cuerpo.
Tomamos un par de fotos y luego nos fuimos para otro lado. En el lado opuesto del parque, escuché que un hombresillo de bajísima estatura (sin llegar a ser un enano) y súmamente mal hecho del rostro gritaba a todo pulmón con un megáfono. Poniéndole más atención entendí que o bien predicaba que "Jesús te ama" o bien cantaba con notas horribles alguna canción que además no pude comprender. Justo en ese momento, noté que mi hermano se volteaba.
-Oiga, disculpe, no tendrá un poco para que me ayude (para mi camión (?), no recuerdo)... etc.- le dijo a mi hermano una mujer bastante jodida de más o menos cincuenta años.
-No tengo señora, disculpe -contestó mi hermano, más amable de lo que jamás lo había visto.
-¡Es señorita "hijoeputa"! -le gritó la doña y, acto seguido, sufrió de una diarrea verbal en la que intentaba justificar como había ciertas cosas que nos hacían diferentes a hombres y mujeres.
-¡Me vale madres, es la misma mierda y ya váyase a chingar a su madre! - interrumpió José (sí, así se llama).
Por suerte la señora se alejó sin más, no sin hacer un ademán como de "te voy a dar un golpe", tomándo su propio brazo con el otro como para detenerse a sí misma.
lunes, 7 de febrero de 2011
Viaje al centro (Parte I: Del autobús)
Se me hace que no existe viaje más incómodo en la ciudad de Mérida que el que hay que realizar para ir al centro de la ciudad. Y lo peor es que todo, absolutamente TODO lo importante está concentrado en ese pequeño espacio.
Podría escribir más de tres entradas con desventuras ocurridas en el centro de la ciudad, ¿y cómo no? cada vez que tomo el Komchen (autobús) hacia el centro me esperan toda una gama de sorpresas, que me mantienen a la expectativa... "¿Ahora qué demonios me va a pasar?"
La anécdota que quiero contarles pasó ya hace un tiempo, un domingo en el que desperté con un pensamiento implacable: "Olvidé hacer mis fotografías... ¡coño!". Dichas fotos eran tres, los conocidos/iniciados recordarán que eran para un concurso denominado "fotografía científica" en el que, o hacías eso, o retratabas a la tecnología en la vida cotidiana. Como todos los demás, yo escogí lo último por ser lo más sencillo y aproveché que mi hermano ya de por sí saldría al centro a tomar unas fotos para él. Lo acompañé con la condición de que me prestara la cámara un momento para hacer mi tarea y él accedió.
La parte interesante comienza cuando tomamos el autobús, como siempre que se va al centro. Normalmente escogemos el que tarda un tanto más en llegar, porque es el que se llena menos y se evita uno la molestia de andar entre tanta gente. Yo estaba un tanto nervioso por mantener a salvo la cámara DSLR, carísima, pero al fin y al cabo prestada.
Durante el viaje comprobé que la ciudad de Mérida es, en efecto, la ciudad más obesa del país más obeso en el mundo. Sólo un par de personas de las que abordaron el transporte podían darse el lujo de dar en los asientos sin hacerlos sufrir y el resto era más redondo que plano. Pero bueno, ese tipo de cosas importan un carajo si somos objetivos, ¿en qué me podía afectar?
Pasó un rato más y pasamos por la Mega Comercial Mexicana. Komchen frenó, haciendo ese característico ruido como de bombas de aire, demostrando cuan desgastado estaba. Sonaron tres pasos: uno, dos, tres. Entonces subió una señora acompañada de su hijo, aunque no se veía mucho más joven que ella.
Todos los sentados nos hicimos pendejos. Bien que nos dimos cuenta de que algo andaba mal con el hombre aquél, que no podía dejar de mover la cabeza como si asintiera. Algo balbuceó a su madre y ella sonrió, enseñando lo que quedaba de una dentadura amarillenta y ennegrecida de algunas partes. Él llevaba un refresco que bebía asquerosamente (sin tratar de sonar despectivo).
"Hijo de la chingada", pensé, no tratando de insultarlo ni refiriéndome a él, sino liberando cierto desasosiego que sólo podía provenir de lo que estaba viendo: el tipo venía a sentarse en un asiento vacío justo al frente, (aún a pesar de que su madre estaba sentada en otro lado, con un lugar libre para él) junto a un desgraciado al que no se le ocurrió llevar a alguien que lo acompañe. No pude olvidar lo que me había enseñado la experiencia, que era que a partir de ese momento comenzaba a joderse la aventura al centro.
"V... no quiero ser ese cabrón", le susurré a mi hermano, y creo haberle leído el pensamiento. Puede que no suene tan mal, pero el recién subido comenzaba a tratar de hacérle plática al infortunado que tenía junto. Por si fuera poco, cada vez que le daba un trago al refresco lo salpicaba todo, y podíamos escuchar tal variedad de ruidos bucales que nos reímos de los puros nervios.
Pero bueno, al menos eso fue lo único que sucedió en ese autobús. El resto, fue ya que llegamos al centro.
Podría escribir más de tres entradas con desventuras ocurridas en el centro de la ciudad, ¿y cómo no? cada vez que tomo el Komchen (autobús) hacia el centro me esperan toda una gama de sorpresas, que me mantienen a la expectativa... "¿Ahora qué demonios me va a pasar?"
La anécdota que quiero contarles pasó ya hace un tiempo, un domingo en el que desperté con un pensamiento implacable: "Olvidé hacer mis fotografías... ¡coño!". Dichas fotos eran tres, los conocidos/iniciados recordarán que eran para un concurso denominado "fotografía científica" en el que, o hacías eso, o retratabas a la tecnología en la vida cotidiana. Como todos los demás, yo escogí lo último por ser lo más sencillo y aproveché que mi hermano ya de por sí saldría al centro a tomar unas fotos para él. Lo acompañé con la condición de que me prestara la cámara un momento para hacer mi tarea y él accedió.
La parte interesante comienza cuando tomamos el autobús, como siempre que se va al centro. Normalmente escogemos el que tarda un tanto más en llegar, porque es el que se llena menos y se evita uno la molestia de andar entre tanta gente. Yo estaba un tanto nervioso por mantener a salvo la cámara DSLR, carísima, pero al fin y al cabo prestada.
Durante el viaje comprobé que la ciudad de Mérida es, en efecto, la ciudad más obesa del país más obeso en el mundo. Sólo un par de personas de las que abordaron el transporte podían darse el lujo de dar en los asientos sin hacerlos sufrir y el resto era más redondo que plano. Pero bueno, ese tipo de cosas importan un carajo si somos objetivos, ¿en qué me podía afectar?
Pasó un rato más y pasamos por la Mega Comercial Mexicana. Komchen frenó, haciendo ese característico ruido como de bombas de aire, demostrando cuan desgastado estaba. Sonaron tres pasos: uno, dos, tres. Entonces subió una señora acompañada de su hijo, aunque no se veía mucho más joven que ella.
Todos los sentados nos hicimos pendejos. Bien que nos dimos cuenta de que algo andaba mal con el hombre aquél, que no podía dejar de mover la cabeza como si asintiera. Algo balbuceó a su madre y ella sonrió, enseñando lo que quedaba de una dentadura amarillenta y ennegrecida de algunas partes. Él llevaba un refresco que bebía asquerosamente (sin tratar de sonar despectivo).
"Hijo de la chingada", pensé, no tratando de insultarlo ni refiriéndome a él, sino liberando cierto desasosiego que sólo podía provenir de lo que estaba viendo: el tipo venía a sentarse en un asiento vacío justo al frente, (aún a pesar de que su madre estaba sentada en otro lado, con un lugar libre para él) junto a un desgraciado al que no se le ocurrió llevar a alguien que lo acompañe. No pude olvidar lo que me había enseñado la experiencia, que era que a partir de ese momento comenzaba a joderse la aventura al centro.
"V... no quiero ser ese cabrón", le susurré a mi hermano, y creo haberle leído el pensamiento. Puede que no suene tan mal, pero el recién subido comenzaba a tratar de hacérle plática al infortunado que tenía junto. Por si fuera poco, cada vez que le daba un trago al refresco lo salpicaba todo, y podíamos escuchar tal variedad de ruidos bucales que nos reímos de los puros nervios.
Pero bueno, al menos eso fue lo único que sucedió en ese autobús. El resto, fue ya que llegamos al centro.
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